Los años de carrera universitaria discurren entre fotocopias, exámenes, prisas por darle los últimos toques a ese trabajo que hay que entregar el día siguiente y horas y más horas de cafetería, solamente sustituibles por el césped con la llegada del buen tiempo. Cuatro, cinco, seis o incluso más años (dependiendo del plan de estudios y del empeño que le ponga cada uno), a lo largo de los cuales tus padres y abuelos se esmeran en repetirte que tu vida, la del estudiante, es la mejor de todas.
Y como todo en esta vida, la etapa de estudiante se acaba y pasas a engrosar la lista de personas que desde pequeñas dosis de envidia y otras tantas de melancolía recuerdan esa frase a los actuales alumnos de grado. Sin embargo, esta etapa no es igual para todos y hay estudiantes que tienen más dificultades que el resto.
Este es el caso de los alumnos con algún tipo de discapacidad, y ello pese a que las cosas han mejorado mucho en los últimos tiempos. Entre esas mejoras destacan las oficinas universitarias de atención a la discapacidad, presentes en 62 instituciones de nuestro país, con la vocación de fomentar la normalización del estudiante con discapacidad en la vida universitaria.
El impulso de la inclusión y la mayor autonomía, el fomento de la igualdad efectiva de oportunidades y el asesoramiento son algunas de las acciones llevadas a cabo por estas oficinas. Labores todas ellas importantes, que se llevan a cabo gracias, sobre todo, al papel de los voluntarios.
Por ejemplo, la Universidad Autónoma de Madrid(UAM), cuenta con un programa de voluntariado de apoyo a estudiantes con discapacidad que se desarrolla a lo largo del curso académico en el que se ayuda a las personas con discapacidad a la toma de apuntes, a la asistencia a reuniones, al desplazamiento por el campus o a la interacción social.
Medidas todas ellas, que contribuirán a que algún día los actuales alumnos con discapacidad puedan decir a las nuevas generaciones eso de ‘alarga la vida de estudiante mientras puedas’.